Comentario
Lo poco que desde el punto de vista social sabemos sobre los artistas y artesanos hititas parece sugerir que se trataba de un grupo de hombres libres -como los demás súbditos del gran rey-, que con las inevitables reservas, nos recuerdan en cierto modo a los demiurgoi homéricos, pues los vemos especialmente reconocidos por la estima, la protección y el aprecio de sus potenciales clientes. Tenemos noticia, por ejemplo, de que a cambio de sus conocimientos y productos, príncipes, sacerdotes, particulares y comunidades concedían parcelas de tierra a los artesanos. La indolencia emotiva y la carencia de aptitud para lo bello que S. Lloyd atribuye a los hititas no parece tener mucho fundamento desde luego. Pues como en el caso bien conocido de los tallistas de piedras duras en la Alalakh siria, la sociedad hitita estimaba a sus artistas. No obstante, la gente común y el mundo artesanal hitita vivían en unas condiciones muy lejanas a nuestra mentalidad. Pero aunque el esquema más rígido de las culturas mesopotámicas no se corresponda tampoco con el hitita, como en el sur, una monarquía poderosa y un mundo de creencias o magia que lo embargaba todo, rodeaban al artesano y al artista de Anatolia influyendo con fuerza en el resultado de su trabajo.
Al servicio de sus clientes, los particulares o el rey, los artistas hititas debían organizarse en talleres y obradores que giraban, posiblemente, en torno a un maestro de cualidades especiales. Para E. Akurgal, las semiestatuas de las puertas abiertas en las fortificaciones de la última ampliación de Hattusa denuncian la mano de un maestro y un taller muy personal. Los rytha de la colección N. Schimmel avalan la producción de talleres de orfebres dotados de un altísimo sentido estético a la par que excelente capacitación técnica. Y las cerámicas con relieves adosados de Bitik, Selimli o Hattusa, por ejemplo, no son fruto de una producción industrializada sino artística y de la mayor calidad.
Por otra parte, las creencias y los valores religiosos, los mitos y las tradiciones populares están presentes en cada objeto antiguo. Ya fuera consciente o inconscientemente, ya fuera diseñando con libertad o por encargo y proyecto de un cliente versado -el sacerdote, la maga, un príncipe-, el artista hitita expresaba en sus obras lo profundo de sus miedos, sus supersticiones y su fe. Por eso tal vez, en la Anatolia de entonces se produjo un número tan alto de amuletos en piedras o metales diversos. Porque tras esos colgantes de figuritas divinas realizadas en oro había algo que, para el hitita, era más valioso que el metal mismo: su fuerza, su magia, su virtud escondida, su simbolismo.
En uno de los muchos rituales conservados sobre la purificación previa a la construcción de un templo, se cita una gran cantidad de piedras y metales de supuestas propiedades maravillosas y protectoras: oro de la ciudad de Piruntumiya, plata, lapislázuli de las montañas de Takniyara, alabastro del país de Kanis, cristal de roca del Elam, diorita, hierro del cielo, cobre y bronce de Alasiya y el monte Takata. Porque para un hitita, versado o analfabeto, bajo la mayoría de los metales y las piedras se escondían fuerzas mágicas poderosas y enigmáticas. Así en otro ritual, dedicado a la purificación de un palacio, se ofrecían a las divinidades subterráneas semillas, plata, oro, hierro, plomo, aceite y miel. Y el artista en su taller, difícilmente podía abstraer su trabajo de su fe.
Sabemos que el sol era el símbolo de la diosa de Arinna. Pero el oro, por su estrecho contacto con el sol, por su color, venía a simbolizar tanto a uno como a la idea de Arinna, la diosa solar, y así, para el orfebre y su cliente, esos pequeños y numerosos colgantes de una diosa sentada, sobre cuyos hombros reposa un gran disco o halo de santidad, sumaban muchos valores profundos. Otro tanto ocurría si el artesano trabajaba la plata. Y lo hacía con especial cuidado porque, para un hitita, la plata era una sustancia pura, inmaculada. Por eso, como destaca V. Haas, los artistas de Hatti solían realizar en plata los objetos de culto y las imágenes de los dioses. Un rython de plata perteneciente a la ya citada colección N. Schimmel, que representa a un ciervo, es obviamente un objeto destinado al culto, que tiene también muchas lecturas simultáneas: la pureza del metal, mágico y limpio; la forma del ciervo, tema de larga tradición mística en Anatolia; la magia protectora y aliada del ciervo y del metal en el símbolo del culto divino: las propiedades que contra las enfermedades o los espíritus malignos tenía la plata. Pero no solamente los metales que nosotros valoramos tanto eran para ellos estimables. Otros no tan nobles para nuestra mentalidad, poseían sin embargo un valor no menor para el hombre de Anatolia. Si hacemos memoria recordaremos que los artesanos de Kanis realizaban numerosos colgantes de plomo ¿Por qué?, ¿por su baratura? Pero ése es un razonamiento de nuestra época. Antes bien, sabemos que en tiempos hititas, el plomo prevenía contra el venenoso cáncer de las úlceras, tan difíciles de curar entonces y hoy. Y de plomo se han recogido cientos de figuritas y colgantes de valor mágico y profiláctico. Como el hierro, cuyo magnetismo tenía un efecto beneficioso sobre la salud.
Cuando los artistas tallaban primorosamente los pequeños sellos de estampilla -los habituales sellos hititas cuyos pasadores indican que sus dueños los llevaban normalmente al cuello-, con sus entallados miniatura venían a remitirse a un mundo de creencias. Pero con las piedras soporte también. Porque los sellos -como en el resto de Oriente- poseían un gran valor de amuleto en sus temas iconográficos y en sus materiales. En efecto, si consideramos hoy un sello de cornalina o de jaspe rojo por ejemplo, nuestro estudio no debe olvidar que para el hitita, la cornalina o el jaspe tenían mágicas propiedades contra las terribles hemorragias. Y así los sellos resultaban símbolos de propiedad pero también, y acaso más, amuletos protectores.
Algunas piedras raras, como el lapislázuli, eran quizás más estimadas por otros valores que por el de su lejana y cara procedencia, el Afganistán actual. Porque un objeto de lapislázuli debía suprimir, entre otras cosas, la melancolía depresiva de su feliz poseedor.
Los artistas y artesanos hititas, que día a día trabajaban con todos estos metales y piedras, creían también en todos esos valores, en esos simbolismos. Incluso cuando con simple barro daban forma a figuritas de toros por ejemplo, estaban evocando ideas cruciales: los animales sagrados y simbólicos del dios hitita de las tormentas. Y cuando esculpían los leones de Alaca tenían en su mente a la diosa Hepat. Porque vivían un mundo de materias vivas muy distinto al nuestro, un mundo en el que hasta los manantiales y los ríos traían un mensaje del más allá.
La escultura y el relieve hititas, que en la mayor parte de las obras conservadas podría datarse entre el 1400 y el 1190 a. C. es un arte de madurez técnica y estilística. Contra lo que cabía esperar de épocas tan remotas, los maestros hititas mostraron preferencias distintas sobre unas u otras piedras.
La caliza, por ejemplo, una piedra blanda fácilmente disponible en el entorno de Anatolia, sería ciertamente la base más utilizada para tallar relieves o esculturas monumentales. Pero otras más duras y problemáticas también gozaron de su estima. Así el granito, empleado en los ortostatos de Hattusa, utilizado para esculpir las grandes esfinges, el león del ángulo y los ortostatos de Alaca, y el bello cristal de roca importado del lejano Elam, con el que se realizaron pequeñas y graciosas estatuillas.
Desde el punto de vista técnico y aunque muy dañadas en su mayoría por las injurias del tiempo, las obras de escultura hitita evidencian ya el uso de las habituales herramientas de escultor: las puntas, los cinceles de distintas hechuras, el taladro, los mazos y, probablemente, varios tipos de abrasivos.
Siguiendo la ya vieja tradición anatómica, la escultura de pequeño formato en bronce -de la que se conservan cientos de estatuillas y colgantes- continuó haciéndose por el sencillo sistema de colar el metal fundido en moldes. Mas para piezas de gran formato -como la perdida escultura de oro que Puduhepa dedicó a su esposo, en tamaño natural- o en las obras de orfebrería de gran precio -como los rytha de la colección N. Schimmel-, los artistas trabajaron por martilleo en frío de las láminas de metal. Al ámbito de la alta orfebrería correspondían también diversos objetos de marfil, como las figuritas del Dios de la Montaña o los pequeños discos calados de Hattusa, modestas muestras de un arte que, como en Ugarit, debió alcanzar elevadas cotas de calidad.
El mejor lenguaje de la escultura hitita se encuentra en el arte monumental y ligado a la arquitectura que, con excepción de un fragmento encontrado por T. Özgüc, en Kanis parece haber nacido de golpe con la época imperial. Y no podemos pensar en artesanos o aires importados pues, aunque no sepamos dar respuesta todavía a la paradoja, desde su formulación y hasta su fin nos hallamos ante una plástica que estética, icónica y técnicamente responde al gusto y a la mentalidad propias de los hititas. En 1949, A. Moortgat publicó un estudio sobre el arte hitita en el que suponía profundas influencias hurritas. Pero poco después y sin negar algunos puntos posibles de contacto, K. Bittel (1950) y E. Akurgal (1961, 1964) descartaron con razón un influjo determinante. Porque los maestros hititas supieron dar cuerpo a un estilo muy peculiar que, extendido con su Imperio por Anatolia y Siria, poseía suficiente personalidad y fuerza como para mantener la cohesión en aspectos y contenidos.
Dice E. Akurgal que una vez estudiados en todos sus detalles las obras conservadas, el historiador de arte comprueba que los maestros hititas trabajaron con fórmulas sólidas y según esquemas muy ajustados de representación. Sus temas, sobre todo, serían religiosos o de lectura religiosa, pues incluso las escenas de caza debían responder a esos intereses. Y el llamado estilo imperial, manifiesto en los detalles iconográficos y estilísticos que vamos a ver, usó unas reglas muy precisas que en el caso de la escultura y el relieve de la capital señalan la obra de unos pocos maestros y talleres.
Las mayores y más antiguas esculturas hititas conocidas son las que adornaban las tres puertas principales del último recinto amurallado de Hattusa; la puerta de los leones en el sector oeste, la de las esfinges que coronaba el glacis de Yerkapi al sur y la del rey, en el sector oriental. Esta última sería así llamada desde su descubrimiento, porque en la enorme jamba izquierda del arco parabólico interior, el que da a la ciudad, un fino maestro escultor dejó tallada la figura de un imponente personaje armado que constituye, en su acentuado altorrelieve -pues la cabeza, por ejemplo, sale casi tres cuartos de la piedra- la única escultura de bulto redondo hitita conservada. Se trata, evidentemente, de un dios guerrero y protector del acceso urbano con su típico casco divino de cuernos, su torso desnudo y sus pies descalzos. El casco, con carrilleras, cubrenuca y largo penacho, semeja a los llevados por los guerreros hititas; lo mismo que la espada ajustada a su cintura y el hacha de mango largo suponen otros tantos trasuntos de las armas empleadas habitualmente.
E. Akurgal destaca el minucioso cuidado puesto en el tallado y cincelado de los adornos del faldellín, el vello del pecho y las uñas de la mano izquierda. Y tanto él como K. Bittel opinan que lo que confiere tal plenitud de vida a la escultura es el modelado de los músculos del cuerpo, los rasgos del rostro y la firmeza de su paso. Con razón sobrada, E. Akurgal considera al anónimo escultor como uno de los mayores artistas de la época. El mismo, por cierto, que esculpió las esfinges que desde Yerkapi protegían la ciudad, en cuyos rasgos faciales se evidencia idéntica mano. La profunda expresividad latente tras sus enigmáticas sonrisas y las cuencas vacías de sus en otro tiempo incrustados ojos, hacen que K. Bittel las estime obras de calidad superior incluso a la anterior. Se trata de figuras míticas, tocadas con un bonete de cuernos que corona una cimera de volutas y rosetas. Las alas, ampliamente desplegadas, responden a una idea absolutamente original y anterior a cuanto veremos en Siria y Mesopotamia.
La llamada puerta de los leones, situada en el flanco occidental del recinto, presenta en las jambas del arco exterior sendos prótomos de león que desprenden de la piedra la cabeza, el pecho y los cuartos delanteros del animal. Según E. Akurgal, los leones se deben a la misma mano o, por lo menos, al mismo taller que esculpió las figuras de las otras puertas. Aquí también las fauces abiertas, el cincelado de la melena o la plasticidad de sus rasgos ponen de relieve el buen hacer del escultor. Por esa razón y como ya apuntara H. Frankfort, resulta tan chocante el tosco y mediocre tratamiento dado por el artista a las patas y garras de leones y esfinges. Es en fin curioso anotar que K. Bittel llamó la atención sobre el jeroglífico grabado junto a la cabeza perdida de uno de los leones de la puerta. Traducido el ideograma inferior como puerta, resultaría encontramos con una interesante precisión urbana, el nombre escrito de la puerta, aunque, de momento, ignoramos cuál puede ser.
Las esfinges y los leones de Hattusa contrastan fuertemente con las esculturas de Alaca, según K. Bittel, de fecha anterior. Nos encontramos también ante prótomos que salen de las gigantescas jambas de unos 3 m de altura de la puerta de un recinto sagrado. Muy dañadas por la erosión, los rasgos del rostro y sus perdidos ojos incrustados -aunque de inferior calidad sin duda- recuerdan a las esfinges de Yerkapi, pero el extraño y abierto tocado rematado en puntas enrolladas sobre el pecho y los anchos collares de sus gargantas se remontan a la vieja tradición hitita en Acemhöyük. No obstante, lo que hace de Alaca un punto aparte en la escultura hitita es su conjunto de semiortostatos decorados con bajorrelieves que flanqueaban la puerta de las esfinges.
La decoración con relieves tallados sobre grandes losas, que revestían la parte inferior de los muros de ciertos edificios, parece haber sido una creación original si no completamente hitita, sí al menos en su mayor parte. Y la importancia jugada por Alaca se comprende con facilidad. Cierto que en el museo monográfico instalado en la misma Bogazköy se conserva un ortostato de granito, procedente del palacio real en Büyükkale, en el que con una técnica plana -¿no será una obra inacabada?- parece haberse tallado un combate entre dioses. Y que en el de Estambul se guarda otro que, hallado cerca del templo I, presenta una escena de adoración real en la mejor línea clásica. Pero fuera de Alaca y hasta ahora por lo menos, el arte hitita no nos ha conservado ningún conjunto que explique la floración del relieve luvio-arameo. Mas con toda certeza, en las piezas de Hattusa y en los relieves de Alaca se encuentra la semilla de aquél.
Los relieves esculpidos en los semiortostatos de Alaca -puesto que como K. Bittel apunta, no se trata en rigor de grandes losas verticales, sino de verdaderos bloques integrantes esenciales del muro- presentan un aspecto casi plano, sin apenas modelado, con los músculos y las formas del cuerpo muy estilizadas. Puede que como piensa el investigador alemán, su falta de expresión quedara suplida por algún tipo de revoco pintado. Por su parte, E. Akurgal estima que la talla plana sería el producto de que el artista se hubiera limitado a copiar un trabajo de orfebrería. Y aunque señala algunas influencias icónicas sirias -como el ciervo que vuelve la cabeza sobre el lomo o el león saltando-, concluye con acierto que el estilo, la técnica y el conjunto iconográfico son puramente hititas.
Las escenas representadas son en apariencia muy diversas -sacrificios reales, procesiones sacerdotales, dioses recibiendo homenajes, músicos, guerreros, acróbatas, momentos de la caza del ciervo o el toro-, pero todas poseen un evidente trasfondo religioso, en consonancia posiblemente con el recinto al que servían de acceso. Tipos y posturas recuerdan a los relieves de Yazilikaya. Tal vez por eso en parte, E. Akurgal sitúa cronológicamente los trabajos de Alaca en una fecha posterior a la propuesta por K. Bittel. En fin, pese a todo el esquematismo con el que se les suele tachar, los semiortostatos de Alaca están llenos de vida y no exentos de una cierta gracia. Una vida que surge tremenda en el relieve de un bloque de ángulo que representa a un león saltando sobre un ternero. La fuerza del felino, apenas desvelado en la andesita, produce una impresión extraordinaria. No obstante, todos los tratadistas están de acuerdo en señalar que la obra cumbre del relieve hitita se halla en el santuario de Yazilikaya.
A unos dos kilómetros al noroeste de Hattusa se encuentra aquel célebre conjunto religioso que, en el aspecto final, parece obra del rey Tudhaliya IV (1250-1220). A juicio de K. Bittel, las dos cámaras principales, a cielo abierto, sugieren haber tenido cada una fines distintos: la mayor, como centro de la Fiesta de la Primavera. La menor, como templo funerario y columbario de las cenizas del rey Tudhaliya. Pero Yazilikaya, para la historia del arte antiguo, es algo más. La profusión de relieves que llena sus rocas viene a traducirse, en palabras de E. Akurgal, en la primera expresión de un pensamiento religioso complejo traducido en un friso. En efecto, en la cámara de la Fiesta de la Primavera, los artistas esculpieron además de la imagen del rey, sesenta y cuatro imágenes divinas ordenadas en dos procesiones que, desde uno y otro lado, caminan hacia el fondo de la cámara. En la pared occidental, los dioses varones. En la oriental, las diosas. Ambos cortejos tienden a converger en el muro norte donde las cabezas del panteón hitita, el Dios de las Tormentas y Hepat, se encuentran frente a frente acompañadas por su hijo, Sarruma.
La cámara pequeña, un verdadero lugar de culto a los muertos, se cerraba en su muro Norte con una escultura del rey Tudhaliya cuya base aún se conserva. En ésta cámara, más pequeña y recoleta que la anterior, se encuentran precisamente los relieves más conocidos y mejor conservados de todo el santuario: El Dios-Espada -que por sus cuernos, los ideogramas que lo acompañan y su representación destacada se ve que constituía un dios muy importante-, el dios Sarruma en la típica postura de protección al rey, y finalmente, la procesión de los Doce Dioses. La figura del Dios-Espada -cuya empuñadura forman cuatro leones y cuya hoja parece salir de la boca de dos de ellos-, encuentra su paralelo en muchas armas contemporáneas de Anatolia y Siria, pero sus raíces podrían remontarse al lejano Dorak del III milenio. La imagen de Sarruma protegiendo con su brazo al rey constituye, en opinión de E. Akurgal, el grupo más valioso por su concepción puramente artística, su composición piramidal y la ascensión impuesta por la ordenación del perfil y los paños de los vestidos. Y la procesión de los Doce Dioses de la inmortalidad en fin, el relieve mejor conservado, resulta una muy destacada creación del artista hitita. Con indudable acierto, el maestro supo resolver el problema de representar una fila de hombres avanzando agrupados. La impresión de desfile la consiguió por un hábil entrecruzamiento de las piernas, los brazos que apoyan sobre el hombro derecho las curvas espadas y los puños izquierdos levantados en el habitual gesto de oración que, a un observador occidental de hoy, se le antoja el peculiar braceo de los soldados en desfile. Para concluir y por encima de sus ricos contenidos icónico-religiosos analizados con amplitud por G. Guterbock, E. Laroche, H. Otten, K. Bittel y, en fechas recientes, E. Masson entre otros, la composición de los relieves del santuario de Yazilikaya traduce un fuerte sentido artístico y una técnica excelente.
Si su estado fuera otro, una historia del arte hitita debería dedicar largas páginas a los grandes relieves rupestres que, esparcidos por la geografía de Anatolia, significaban quizás otras tantas afirmaciones del poder y el alcance del Estado y la cultura hititas. Desde Karabel en el oeste remoto hasta Hanyeri o Hemite en un sureste abierto ya a los vientos de Siria, pasando por el misterioso Gavurkalesi de las tierras centrales, príncipes y dioses quedarían esculpidos a gran tamaño y con frecuencia a no poca altura, en imponentes paredes rocosas. Pero la continua exposición sufrida a los agentes erosivos ha hecho que el estado en que han llegado hasta nosotros sea, por lo general, muy deficiente. No obstante, en sus rasgos denotan una estrecha relación técnica y estilística con el arte inconfundible de Yazilikaya.
La escultura imperial, realizada en bronce colado, tuvo un temprano mensajero en la estatuilla hallada cerca de Sivas y conservada en el museo de Ankara, que E. Akurgal sitúa entre los siglos XVI y XV a.C. Más recientes serían los bronces de Dogantepe, mucho más perfectos técnicamente y de estética y estilo más clásicos, fechados probablemente en el último siglo del arte hitita.